FOTO FRANCISCO BEDESCHI
No hace falta explicar lo que se ve. Sólo es posible balbucear algún adjetivo. La Piedra Parada es sencillamente magnífica. Allí, eterna y no demasiado alejada de la ruta provincial 12, contigua al paciente y azul río Chubut, se transforma en una especie de hito atemporal y perpetuo que avanza desde el fondo de los tiempos, con un destino de insolente eternidad que es, casi, tan soberbio como su belleza. Exhibe una altura superior a los 250 metros (su base tiene más de una cuadra) y es un gigante solitario en medio de la estepa. Es tan sugerente que es imposible ignorarla. Varios Ulises patagónicos han fracasado con todo éxito al intentar evitarla. No se puede, simplemente. Alguna vez, de acuerdo a indiscutibles postulados académicos, fue el centro de la caldera de un volcán cuyo poder se extinguió hace ya mucho tiempo. No es posible acudir a ninguna teoría que pueda explicar porqué semejante piedra todavía está allí, impertérrita, cuando todo lo que la rodeaba se transformó en otra cosa o se pulverizó a través de la sucesión de milenios. La Piedra Parada aún existe porque se le antojó a la naturaleza. O como una muestra sutilmente poderosa, poética e irónica de los dioses de alguna parte. Quizá, incluso, de las viejas divinidades tehuelches, aún nómades pese a las ausencias. Tal vez. Nunca se sabrá. Pero allí está.