Gilgamesh, héroe fabuloso del mundo no menos extraordinario de las historietas. Tiene la cara y los rasgos que imaginó un dibujante genial como Lucho Olivera quien además se encargó de otras obras maestras del género como Nippur de Lagash, nada menos (el guión de Nippur era de otro monstruo sagrado, Robin Wood) Olivera era un notable dibujante, particular, preciso, prácticamente inimitable. Pero a ese primer capítulo lo escribió él, además. Apareció en 1969 y recogía la epopeya sumeria del verdadero Gilgamesh, quien vivió unos 2.500 años AC en la Mesopotamia asiática, no demasiado lejos del Tigris y del Éufrates. Era el rey de Uruk, ciudad ubicada precisamente en la costa oriental del Éufrates; insatisfecho, culto, tal vez desmesurado, pretendía conocer los secretos de la inmortalidad. Filosóficamente, en realidad, se cuestionaba el porqué de la muerte.
La historia se basa en el verdadero poema o leyenda de Gilgamesh, que data del siglo VII AC (doce tablillas con grafía cuneiforme que pertenecieron al monarca asirio Ashurbanipal) y en las que se cuenta la epopeya del héroe sumerio, considerada como una de las primeras narraciones o secuencias que conoció el mundo occidental. Gilgamesh es, en todo caso, el relato fundacional, el primer gran mito. O el primer gran personaje literario creado por la imaginación de los hombres. En cualquiera de los casos, su lectura es inevitable.
En el primer capítulo Gilgamesh, en primera persona, recuerda cómo se transformó en lo que era y refiere, brevemente, qué ha hecho en y con toda su eternidad. Al mismo tiempo, deja claramente establecido que debe encontrar a quien lo convirtió en inmortal. Retrocede a Uruk, la ciudad de las blancas murallas, a la que administraba y dirigía justamente. Era, decían, un hombre sabio, quizá un tanto omnipotente. Las noches se habían transformado en una secuencia idéntica: la respuesta no aparecía. Buscaba una solución para la muerte y no la hallaba. Una de tantas noches observó el paso de un velocísimo haz de luz que desapareció en el desierto. Lo siguió. No era una estrella fugaz, era una nave espacial en el medio de la nada y casi tres mil años antes de Cristo. Alguien parecido a un humano, Utnapishtim, está herido. Habla todas las lenguas, incluido el sumerio. Viene de Marte, planeta entonces desconocido en el que nadie muere, donde han logrado eludir la muerte a partir de complicados silogismos tecnológicos. Gilgamesh le curará las heridas a cambio del secreto de la inmortalidad. Luego el viajero se irá. Ambos aceptan el trato, pero el extraterrestre le advierte que tendrá toda la eternidad para arrepentirse de lo que está por hacer, de lo que ha hecho. Cuando ese día llegue -fatalmente llegará- deberá encontrarlo, a él, a Utnapishtim, quien le devolverá su vieja condición de mortal. Utnapishtim sabe que Gilgamesh tendrá todo el tiempo del mundo para aprender cómo y dónde. Deberán pasar millones de años. Gilgamesh ignora el lapso, aún. Es inmortal y sus pares lo odiarán, lo evitarán y lo envidiarán. Será romano, griego, hereje, cristiano, judío musulmán, impío, navegante, esclavo, médico, poeta, astrónomo, alquimista, héroe, traidor, soldado, español, inglés, ruso, alemán, criminal, juez, fingirá su muerte mil veces, huirá otras tantas. Sus esposas, hijos y amigos envejecerán y morirán. Él no. Es inmortal. Está sólo. Estará solo: ha pasado demasiado tiempo como para no admitir esa penosa certeza.
En 1984 (los homenajes a George Orwell siempre serán insuficientes) el mundo, envuelto en una conflagración nuclear, desaparece. No hay más vida humana. Sólo queda la cáscara fría y silenciosa de una sociedad que supo ser. Edificios vacíos, barcos sin rumbo, soledades infinitas. Gilgamesh es el único que queda. Tiene todos los siglos a sus disposición (también a sus espaldas) para aprender lo que ni siquiera imagina que aprenderá. Sabe que en Cabo Cañaveral, al momento de la hecatombe, estaba preparada una nueva misión al espacio. Llega. Hace 284 años que está allí en la península de La Florida estudiando el sistema y las formas. Debe viajar, debe encontrar a Utnapishtim para exigirle (o para rogar, quién sabe) que le devuelva la posibilidad de morir. Debe morir, ahora lo sabe. Tendría que haber muerto hace muchísimo tiempo. También lo sabe. Pero todavía tiene la eternidad por delante. Corre el año 2268 después de Cristo. La historia de Gilgamesh acaba de comenzar. –

Datos
Todos los episodios de Gilgamesh son únicos y superlativos. Pero “Yo Gilgamesh, el inmortal”, “El despertar de la eternidad”, “De otros mundos”, “Utnasphistim”, “El nazareno”, “El lancero polaco”, “Ave Cesar”, “Merlín”, “Los dioses de bronce” o “Recuerdos del futuro”, por ejemplo, bien pueden ser calificados como inolvidables. A Gilgamesh siempre lo dibujó su creador, el incomparable Lucho Olivera (1942-2005), quien también fuera su primer guionista. Sergio Mulko (firmaba como Leo Gioser) fue el segundo. Robin Wood se ocupó de reescribir toda la zaga entre 1980 y 1985 y ésta quizá sea la etapa más extraordinaria de la historieta, que no obstante siempre presentó argumentos, guiones y dibujos impecables. Los textos siguientes estuvieron a cargo de Ricardo Ferrari y Alfredo Grassi. La inmensa mayoría de los capítulos fueron publicados por la Editorial Columba, en la ya legendaria revista D`Artagnan.

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