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TEXTO MARTÍN ZUBIETA
FOTOS FRANCISCO BEDESCHI

No se trata de una cuestión de geometría. No importa la prolijidad. La razón es una sola y es bien simple: se llama fútbol y se entiende en todas partes. En el colegio se jugaba con un bollo de papel aproximadamente esférico, una pelota de trapos y medias o, milagro extraordinario, con una Pulpo de goma chiquitita que entraba en el bolsillo del guardapolvo. La cita era en el recreo largo, el que duraba quince minutos. Si se rompía un vidrio o alguien se lastimaba o lloraba, chau, se terminaba todo. En la calle cualquiera patea tapitas o piedras que se parezcan, siquiera lejanamente, a una pelota. En Aysén, bien al sur de Chile, es igual que en la Argentina y en cualquier lugar del mapa: cuando empieza el partido, no importa más nada. Pero en esta cancha, como en las viejas calles adoquinadas, hay que jugar, mi viejo. Hay que entender el juego, que es el mismo pero no tanto. El “verde césped”, como lo llamaba el gran Ángel, el “Feo”, incluye cascotes, tierra y terrenos en desnivel . Aún así es fútbol. O mejor: precisamente por eso es fútbol.  Todos juegan y conocen a la perfección los secretos de un lateral largo. Esa canchita representa tanto el espíritu del fútbol (y los millones de canchitas, potreros, patios con dos sillas o penales de vereda a vereda) que sin ella no existirían ni el Bernabeu, ni el Nou Camp,  Old Trafford, Anfield Road, el Giuseppe Meazza, la Bombonera, el Monumental, el Olímpico de Roma, Wembley,  el Estadio Azteca, el Maracaná o el Centenario de Montevideo. Y es casi seguro que si volviesen a ponerse los cortos otra vez, el “Hueso” René Houseman y “Mané” Garrincha jugarían un picadito en esta cancha ubicada cerca de La Junta, en Aysén, Chile. Porque sí. Por el fútbol.

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