POR MARTíN ZUBIETA
Otro infructuoso recorrido por la metafísica del arrabal.
En un año de conmemoraciones bicentenarias, todo tiende hacia la remembranza y hacia la relectura. Nadie duda, sin embargo, que la noción de futuro siempre mira hacia adelante y el conflicto, acaso, consista en discutir todas las ideas que se barajan respecto a las interpretaciones que pueden hacerse sobre un concepto tan enigmático (y hasta literariamente futurista) como “porvenir”. Los hechos de la historia, mientras, tanto, continúan siendo rigurosos e inmodificables, no así sus exégesis, afortunadamente infinitas. Incluso para la comida. ¿Era sabrosa la comida de las abuelas que vivían en la época de la Revolución de Mayo o ya existía algo parecido a la gourmet cuisine? El pasado argentino, más allá de las infinitas discusiones teóricas siempre bienvenidas, suele presentarse como una infinita sucesión de guerras, peleas, discusiones, exilios y regresos (con y sin gloria) a la orilla occidental del Río de la Plata. Todo eso es cierto -distintas interpretaciones mediante- pero además, los padres de la Patria, sus hijos, nietos y entenados y todo aquel que caminare por la vieja ciudad de Buenos Aires, debían comer algo. Cronistas, viajeros e investigadores han dejado testimonio de casi todas las costumbres nacionales, destrezas culinarias incluidas, aunque fue imposible encontrar un sólo documento en el que hubiere constancia de un servicio sin el cual la sociedad moderna no puede ni siquiera pensar en levantarse de la cama: el delivery. Si se considera que la noticia respecto a la batalla de Ayacucho, que sucedió en Perú el 9 de diciembre de 1824, recién se conoció en Buenos Aires el 21 de enero de 1825, es natural sospechar que una de las características de aquellos tiempos era la lentitud. Y eso que se trató de la última escaramuza de los españoles por estos pagos antes de emprender la retirada. Con una docena de empanadas caseras hubiese sucedido algo similar si el reparto a domicilio colonial y post colonial hubiese existido, máxime con las barrosas calles que lució la ciudad hasta la segunda mitad del Siglo XIX: tarde, mal y, para peor, frías. De acuerdo a la opinión de ciertos autores (William MacCann, Andrés Carretero, Víctor Gálvez, Lucio V. Mansilla o John Forbes, entre otros), el asado -y la carne en general- no faltaba nunca a la mesa, bien acompañado con papas, verduras o chauchas, y regado con vino o con cerveza, bebida a la que los criollos se aficionaron lentamente a partir de la influencia y la inmigración británica. La parrillada, el mate y el puchero (también conocido como “olla podrida”) atravesaban transversalmente a la sociedad y no reconocían diferencias sociales o económicas. El puchero no requería de mayores habilidades y admitía (y lo sigue haciendo) cualquier tipo de carne, además de porotos, garbanzos, mandioca, papas, batatas y condimentos. Aún hoy los restaurantes de categoría suelen ofrecer un “puchero especial”, que figura en el menú una vez a la semana como “valor agregado” de la cocina. Previamente, en aquella Argentina que despuntaba desde el puerto, solía servirse un buen plato de sopa “para abrir el apetito”, costumbre que se modificó sustancialmente a medida que la influencia italiana se hizo más evidente: para los descendientes del Dante la sopa era una inmejorable excusa para iniciar una buena digestión, por lo que se la disfrutaba después de la gran comilona. Todo lo que implicaba una fritura, por otra parte, requería de grasa de vaca, un dato que certifica que nuestros antepasados ignoraban prolijamente -porque como decía Jorge Luis Borges, nadie tiene otra alternativa que la de ser “fatalmente contemporáneo”- cuestiones relacionadas con el colesterol, los lípidos, las dietas, los gimnasios, las neurosis veraniegas y la regular visita al gastroenterólogo de turno. El deber de todo buen anfitrión era, además, y de manera casi inexcusable, ofrecer un buen postre, que generalmente consistía en frutas de estación, mazamorra o la popular y riquísima natilla. Es bueno saber que la mesa está servida desde hace tiempo. En ella se sientan Sarmiento y Facundo, Sayhueque y el Perito Moreno, Borges y Jauretche, Evita y el Che. También mi abuelo Ricardo y yo. A diferencia de Heráclito, que argumentaba que era imposible bañarse dos veces en el mismo río, no es absurdo suponer que en la Argentina existe la posibilidad de tropezar eternamente con el mismo y extraordinario menú. Mozo, ¿no se trae otra vuelta de café? –