TEXTO: ÁNGELES SMART
FOTOS: FACUNDO, SARA Y CLARA VEREERTBRUGGHEN
Los viajes siempre se transforman en otros viajes a partir de su propio relato, de su propia crónica. El mundo, efectivamente, es un lugar demasiado lindo para no ser recorrido. La narración vale la pena.
Los viajes tienen resonancias misteriosas, hacia muchos lados y en varios aspectos. Una es aquella que genera sobre el propio acto de viajar y que nos impele a retomar la ruta nuevamente. Uno quiere llegar a su casa pero una vez descansados ya volveríamos a salir sin drama. Siempre quedaron lugares que no pudimos ver, datos valiosos que nos dieron desconocidos (“hay un tren en Canadá que te cruza de Vancouver a Montreal en el que podés ir bajando en las distintas ciudades usando el mismo boleto”) y la convicción de que el mundo es un lugar demasiado lindo para no ser recorrido.
Así que, como el año pasado no pudimos llegar al Lago Titicaca estando en Bolivia, este año decidimos, mis tres hijos – Facundo, Sara y Clara– y yo, abordarlo vía Perú. El primer destino fue directamente la ciudad del Cuzco intentando mirarla a través de los ojos infantiles de José María Arguedas en la primer parte de su libro Los ríos profundos, titulada El viejo. La tristeza soleada de sus muros y calles quedó mitigada por la fecha. Pasamos el 24 de diciembre en la Plaza de Armas, eligiendo un Niño Jesús en cerámica al que después, siguiendo la tradición andina, le compramos una ropa diminuta de cholito con gorro de colores. Previendo no poder darle un ajuar nuevo para la próxima Navidad le elegimos uno blanco con hilos de plata y escarpines tejidos para cambiarlo dentro de un año. La famosa campana de la Catedral, la María Angola, sonaba mientras las luces de colores se encendían a medida que llegaba Nochebuena.
Fuimos a Machu Picchu en tren, subimos al Huayna Picchu, descansamos en las explanadas, nos llenamos de un aire lleno de vida, historia y religiosidad. Las aguas oscuras y caudalosas del Urubamba, el río sagrado, nos encontraron a cada vuelta del camino y los innumerables muros y construcciones nos transportaron a esa época de esplendor y poder inca. Llegamos a Ollantaytambo en minivan, volvimos a quedarnos sin aliento en las ascensiones, cruzamos las ferias, a chicos y mujeres muy felices con las propinas obligadas por las fotos y comimos el pan dulzón y las famosas papas que para nuestro paladar fueron un poco -o demasiado- arenosas.
La ida a Puno desde Cuzco fue en un bus turístico. Este realiza el recorrido en 10 horas y va parando en los lugares más emblemáticos: la zona del Barroco Andino, Pucará, la Raya (a más de 4.300 metros sobre el nivel del mar) y distintas zonas arqueológicas. El Titicaca no nos llamó la atención desde la ruta de acceso a Puno, aún sabiendo de su renombre por ser el lago navegable más alto del mundo y a pesar de haber estado en nuestras canciones desde que éramos chicos. Pero a medida que nos adentramos embarcados, los colores nos embrujaron y nos invadió la calma. La isla de Taquile nos dejó sencillamente maravillados. Caminos empedrados, arcos y cercos antiguos, terrazas abiertas sobre el lago azul que sigue aún todavía más allá del horizonte. La comunidad quechua que la habita no permite perros, ni autos, ni caballos. Tampoco que los turistas den plata o caramelos a los chicos. Sus restaurantes de cooperativas familiares te ofrecen las truchas que ellos mismos pescan y la típica y omnipresente limonada. Aunque muy pintorescas, las islas artificiales de juncos de los Uros, no pudieron competir ni con la amabilidad ni con la simpleza de la comunidad de Taquile.
Volvimos al Cuzco para pasar fin de año y emprender el regreso. Explotando de gente y de fuegos artificiales, petardos, globos y serpentinas, la Plaza de Armas volvió a ser testigo de la tradición: turistas, paisanos, grandes y chicos, iniciaron la corrida de doce vueltas alrededor de la explanada en sentido contrario a las agujas del reloj. Para contrarrestar el paso del tiempo, para distraer a Cronos en su avanzar implacable y darle la bienvenida al instante oportuno, a la eternidad que puede colarse en el curso del devenir. Un kairológico y esperanzador inicio del 2014.