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TEXTO Y FOTOS FRANCISCO BEDESCHI

Los tehuelches lo llamaron Chaltén. Francisco P. Moreno, uno de los hombres más extraordinarios de la Argentina y la Patagonia, lo bautizó Fitz Roy en honor al capitán de la legendaria corbeta “Beagle”, quien había descripto la montaña. Los franceses Lionel Terray y Guido Magnone fueron los primeros en lograr dominar su cumbre.

El viento patagónico se tomó millones de años para moldear las fantásticas catedrales de granito en los Hielos Continentales. El Fitz Roy es su máxima expresión y una de las montañas más inaccesibles del mundo, meta principal de la elite de escaladores del planeta, que ven satisfecho su ego sólo cuando, desde la cima, observan el mar de hielo a sus pies.
La historia reciente de la Patagonia cuenta que los tehuelches constantemente lo observaban en sus interminables caravanas. Y lo llamaron Chalten, que significa “montaña humeante” o “volcán” por la “falsa fumarola” que rodeba su cumbre, imagen que no sólo confundió a los tehuelches al momento de denominarlo. El gran héroe de estas tierras, Francisco P. Moreno, lo rebautizó “Fitz Roy” en 1877, en honor de Robert Fitz Roy, el segundo hombre blanco en describirlo, quien fuera además capitán de uno de los barcos más emblemáticos de la historia de la navegación, el mítico Beagle, que llevara a bordo a Charles Darwin en su viaje fundacional durante cinco años, entre 1831 y 1836. Más o menos por la misma época “hacia mediados y finales del Siglo XIX- el Chogori y el Chomolungma pasan a conocerse como K2 (1856) y Everest (1865) respectivamente.
El filósofo, escritor, gran cazador de pumas y pionero Andreas Madsen, en lo que también puede considerarse un logro del gran Perito Moreno, fue el primero en asentarse en el Lago Biedma, en su estancia ubicada a orillas del río Las Vueltas y debajo de la pared del Fitz Roy. Andreas llamó a su estancia “Fitz Roy” y también bautizó así a su hijo. Este joven, apuesto y romántico dinamarqués, marinero naufrago en el Cabo de Hornos, considerado “el último empecinado”, estaba en contra de las grandes empresas laneras y se asentó bien al fondo del lago, justo debajo del Fitz Roy, para luchar de “espaldas a la enorme pared de granito” contra el avance de las compañías laneras. El romanticismo estoico de este verdadero pioneer de la Patagonia, se ve reflejado en sus libros (La Patagonia vieja, Relatos nuevos de la Patagonia vieja, Cazando pumas en la Patagonia) y en la famosa frase de alerta hacia lo escaladores: ” ¿Cómo vencer el encantamiento de la montaña? Hay una que Dios se ha reservado, para decirle al hombre “quiero destruir tu orgullo, de aquí no pasarás”. Y pese a que Andreas Madsen consideraba inútil, cualquier intento de conquista, fue su estancia la que sirvió de base de apoyo para todas las expediciones de ataque al “Fitz”, tal como le decían a la montaña, casi familiarmente, en la estancia de Madsen.
El padre salesiano y explorador Alberto María De Agostini fue, seguramente, quien impulsó a partir de sus relatos, guías y fotografías a las “arañas italianas”, como se las conocía, a intentar doblegar a la magnífica montaña. El primero en intentarlo fue el conde Aldo Bonacossa, infatigable explorador y escalador de los Alpes, quien en enero de 1937 alcanzó la pared Sur, pero debió abandonar el intento cuando se hallaba a 400 metros de la cumbre. Pasó más de una de una década -corría el año 1948- cuando Madsen alojó una nueva expedición, la de Hans Zechner, quien tampoco logra su objetivo, no obstante lo cual regresa al año siguiente. A pesar de los intentos fallidos, Zechner fue quien descubrió la “supercanaleta”, la vía de acceso de 1.800 metros de caída que coronara a los argentinos José Luis Fonrouge y Carlos Comesaña en enero de 1965.
Los italianos, que con el tiempo se llevarían la fama y la gloria de conquistar el cerro Torre o las Torres del Paine, no pudieron con el Fitz Roy. Luego del intento de Bonaccosa, les llegó el turno a los franceses. Una expedición gala, comandada por Lionel Terray (“el león en la montaña”) y Guido Magnone, estableció un campamento en la zona en 1951, luego de sortear dificultades de toda índole, la muerte de uno de los integrantes del grupo incluida.
Un texto de Mar Azema (integrante de la expedición de Terray) publicado en los Cuadernillos Patagónicos que editara en su momento la empresa Techint, explica los pormenores del ascenso. Se dice allí que en un instante, el mismísimo Terray, ante un nuevo obstáculo, vaciló entre avanzar o regresar: su experiencia de alpinista veterano le sugería no desafiar demasiado al Fitz Roy:
“Magnone, por el contrario, como todos los jóvenes, está animado por un irresistible deseo de victoria, aún a costa de la vida. Una breve discusión entre los dos concluye con un pacto: Terray concede a su compañero dos horas más de escalada, y después, si las dificultades no han cedido, deberán iniciar el descenso. Animado por el ímpetu de quien sabe que debe jugarse el todo por el todo, Magnone se lanza a superar pasos delicados y peligrosos sin casi asegurarse, tan audazmente que arranca un comentario admirativo del gran Terray: “ÓEste condenado Magnone es un Lachenal en sus grandes días!” (Lachenal fue el compañero de cordada preferido de Terray. Juntos formaron una de las cordadas más fuertes y ensambladas de los Alpes, y realizaron muy difíciles escalamientos en tiempos increíbles)”.
Sin embargo, las dificultades y los problemas parecían aumentar geométricamente a medida que la cima parecía estar más cerca. Azema describe el último de los obstáculos:
“El comando de la cordada lo toma Guido Magnone, porque solamente la técnica de la escalada artificial puede superar el obstáculo… Y he aquí que Guido está de pie, o, mejor, tiene el pie sobre el peldaño superior del estribo y el cinturón a la altura del mosquetón. El otro pie se balancea en el vacío; las manos tantean la roca… Magnone está a tres metros de Lionel Terray… La fisura continúa hacia arriba pero se estrecha notablemente.
– Si podemos clavar los clavos, es cosa hecha: el Fitz Roy es nuestro! Su suerte depende de un clavo.
Magnone se mira el cinturón. No le quedan más que dos clavos, ambos torcidos, ambos deteriorados por las rocas… Saca uno del cinturón, aferra con la izquierda el martillo, toma bien la medida, golpea suavemente. ÓMaldición! El clavo se precipita en el abismo.
– Qué desgracia! Probemos con el otro. Con el corazón que palpita con fuerza en el pecho, Guido recomienza la operación.
Es el último clavo! Y ni siquiera tiene cordín… Esta vez el martillo golpea normalmente sobre la cabeza de hierro y la punta penetra en la roca medio centímetro… La fisura es demasiado estrecha y, bajo los golpes furiosos del martillo los bordes caen en pedazos, pero el clavo no penetra. Se necesitaría un “as de corazones” (pequeño clavo de hoja muy fina N. del R.)
Magnone llora de rabia y de desesperación.
– Lionel, hemos perdido!”. Es en este momento cuando, imprevistamente, Terray recuerda haber usado un “as de corazones” para abrir una lata de sardinas durante el vivaque y haberlo después vuelto a colocar en la mochila.
“… Abre la bolsa, mete la mano, busca! Un grito de alegría:
– Aquí está!
Entre sus gruesos dedos tumefactos está el minúsculo clavo: Óuna chuchería! Pero para cambiar la faz del mundo puede bastar un granito de arena…”

Gracias a una pequeñez doméstica, casi, ambos pudieron lograr la cumbre. En un artículo escrito en 1956 -citado en el texto publicado por Techint- en la revista del Groupe Haute Montagne, Lionel Terray recordaba así su hazaña:
“De todas las escaladas que hice, la del Fitz Roy es aquella que, por sobre cualquier otra, reclamó todas mis energías físicas y psíquicas. Técnicamente es quizás un poco inferior a las que he llevado a cabo recientemente sobre las paredes graníticas de los Alpes, pero una gran ascensión es más que la suma de sus largos de cuerda”.
La era de las exploraciones de montañas aún no ha finalizado. Pero es indudable que la “ruta de los franceses” logró atenuar un poco la enorme leyenda del Fitz Roy, que así y todo jamás perdió sus características míticas. El misterio del bellísimo Fitz Roy, incluso develado, continúa siendo poderosamente poético. Hay que cerrar los ojos e imaginar que De Agostini, un día de estos, llegará a la vera del Chalten. –

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