POR MARTÍN ZUBIETA
Breve repaso por los distritos de la utopía.
Hace cien años, en 1914, comenzaba una guerra cuya magnitud sus protagonistas no podían evaluar: estaban condenados, como solía argumentar Jorge Luis Borges, a ser “fatalmente contemporáneos”. Europa tenía una división política que incluía, igual que hoy, a los países Atlánticos como Francia, España o las Islas Británicas. Italia también tenía proporciones idénticas a las actuales. Pero en el corazón del continente había entidades estatales que ya no existen. El Imperio Alemán se extendía hasta territorios luego polacos e incluso rusos y en sus territorios se hablaba, además de alemán, polaco, francés (por Alsacia y Lorena), danés y lituano. El Imperio Ruso de los zares era infinito y se extendía hasta los confines de Asia: en Europa incluía los países bálticos –Estonia, Lituania y Letonia- además de parte de Polonia, Finlandia, el Cáucaso, Bielorrusia, Ucrania o la actual Moldavia (antes, Besarabia). El Imperio Austro Húngaro “encerraba” nacionalidades tan diversas que hoy conforman una buena “coalición” de países independientes: Austria, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Croacia y Bosnia y Herzegovina. Además, desde Viena también controlaban una parte de la actual Serbia, el Triestre italiano, Transilvania y Bucovina (hoy rumanas), Silesia y Galitzia (Polonia) y un sector de la Rutenia ucraniana. Una verdadera Babel con idiomas, costumbres y religiones diferentes. El Imperio Turco tenía posesiones en Europa en Bulgaria, Serbia, Grecia y Albania (sin mencionar sus territorios asiáticos).
Las causas de la guerra son varias y complejas (colonialismo, imperialismo, nacionalismo, diferencias de desarrollo político, económico y social entre las democracias y los imperios). No obstante, pocos podían imaginar lo que desataría el asesinato del archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona del Imperio Austro Húngaro, el 28 de junio de 1914 en Sarajevo, capital de Bosnia. Su asesino fue un joven serbio ultranacionalista llamado Gavrilo Princip, miembro de una organización denominada Mano Negra. La diplomacia europea, tras la Guerra Franco Prusiana (1870-1871) había anudado una serie de alianzas ofensivo-defensivas que obligaban a los países firmantes a intervenir en caso de agresiones contra sus miembros. La Triple Entente estaba formada por Rusia, Francia y Gran Bretaña. Luego se incorporaría Estados Unidos; Rusia, en pleno estallido de la Revolución Bolchevique en 1917, se rindió ante Alemania en el acuerdo de Brest-Litovsk. Los principales países de la Triple Alianza eran Alemania, Austro-Hungría e Italia (que se “mudaría” de bando luego del Tratado de Londres, 1915) y el Imperio Turco. Para finales de agosto de 1914, Europa, casi en su totalidad, había dejado de estar en paz: Austria-Hungría declaró la guerra a Serbia, Alemania amenazó a Rusia y ante la movilización francesa, también a Francia e invadió Bélgica, lo que generó la puesta en marcha de Inglaterra hacia la contienda. Estados Unidos ingresaría al conflicto en 1917.
El extraordinario escritor austríaco Stefan Zweig (El mundo de ayer) estaba casualmente en Bélgica cuando todo comenzó: “…Todavía no creíamos en la guerra y, aún menos, en una invasión a Bélgica. El tren se acercó a la frontera. Pasamos por Viviers, la estación fronteriza belga. Subieron al tren revisores alemanes: en diez minutos estaríamos en territorio alemán…. No cabía duda, se había puesto en movimiento lo que nos parecía monstruoso: la invasión alemana de Bélgica en contra de todos los estatutos del Derecho Internacional. Con un escalofrío de horror volví al tren y proseguí mi viaje de regreso a Austria. No había la menor duda: iba derecho a la guerra”.
En el Frente Occidental, principalmente en la frontera imaginaria entre Alemania y Francia, la situación se había tornado insoportable, sobre todo después de la batalla del Marne (septiembre de 1914) con la que los Aliados lograron detener la ofensiva del Imperio Alemán. El conflicto se había transformado, de repente, en una lucha sangrienta, atroz e interminable entre trinchera y trinchera. La línea del frente prácticamente no se movía y las matanzas eran habituales y cruentas. La guerra, que duraría pocas semanas de acuerdo a los discursos nacionalistas que se sucedieron en todos los países beligerantes, estaba estancada.
Pero un hombre, aún en medio de las peores circunstancias, sigue siendo un hombre. En algún lugar de la frontera trazada por las trincheras enemigas que se enfrentaban -entre ellas solo quedaba la “Tierra de Nadie”-, quizá no demasiado lejos de Ypres (Bélgica), durante la noche de Navidad sucedió algo inaudito e inesperado: ingleses y alemanes dejaron de pelear y de matarse. Muchísimos soldados de ambos bandos (cuyos nombres, apellidos y regimientos han sido comprobados) fueron testigos de un acontecimiento irrepetible: ellos mismos se transformaron en cronistas al describir la situación en las cartas que enviaban a sus familiares. Las fotos, además, corroboraron para siempre el hecho.
En la noche del 24 de diciembre de 1914 todo parecía tan aburrido y letal como en las noches anteriores. Hacía frío, mucho frío. De repente, los soldados de Su Majestad no dan crédito a lo que escuchan: a los lejos, casi como un murmullo, alguien canta un villancico navideño. Al prestar atención advierten que conocen la melodía. Le letra es fácilmente sospechable. En vez del sonido aterrador de las ametralladoras Maschineweger (los británicos usaban Browning), se oyen los primeros acordes de Stille Nacht (Noche de Paz). Ingleses y australianos responden y cantan lo que saben. Tímidamente comienzan a abandonar las trincheras. En la Tierra de Nadie había hombres recordando platónicamente que habían sido hombres alguna vez. Esa noche nadie sería enviado a matar. En algún momento todos comprenden que están demasiado cerca. Alguien acerca una cerveza. En una pequeña fogata, otros comienzan a preparar café. Un chico flaco, cuya barba aún parece ser adolescente, tímidamente, saca un cigarrillo arrugado de un bolsillo. Lo parte y lo ofrece. “Danke”, escucha. En medio del espanto que retornaría inexorablemente, se dieron la mano y no se detestaron. Quizá no había razón para hacerlo. Solo eran jóvenes soldados en tiempos de guerra. La historia les había jugado una mala pasada. No era un buen momento para pensar en dejar de fumar, además.
– Frohe Weihnachten, Tommy.
– Merry Christmas, Fritz.
La noche había quedado atrás y no volvería a repetirse. Los jefes de los regimientos que participaron de la “insubordinación” fueron castigados y trasladados. En la Navidad de 1915 los soldados se asesinaron con precisión, como correspondía. Morirían, aproximadamente, un millón de soldados británicos y casi dos millones de alemanes. Para los contemporáneos europeos, que venían de atravesar medio siglo de paz, la Gran Guerra, como la llamaron, aparecía como un fenómeno irrepetible. Sin embargo, en poco más de 20 años, se transformaría en la Primera Guerra Mundial.
ALGUNAS PELÍCULAS SOBRE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL
- War Horse (Caballo de GuerraSteven Spielberg, Estados Unidos, 2011).
- All quiet in the western front (Sin novedad en el frente) Hay dos versiones:
– (Lewis Milestone, Estados Unidos, 1930)
– (Delbert Mann, Estados Unidos, 1979) - Joyeux Noel (Feliz Navidad, Christian Carion, Francia, 2005).
- Paths of glory (La patrulla infernal, Stanley Kubrick, EE.UU., 1957).
- Von Richtoffen and Brown, Roger Corman, Estados Unidos, 1971.
- El Barón Rojo (Der Rote Baron, Nikolai Müllerschon, Alemania, 2008).
- Gallipolli. (Peter Weir, Australia, 1981)
- La vie et rien d´autre (La vida y nada más, Bertrand Tavernier, Francia, 1989).