POR MARTíN ZUBIETA

La Revolución de Mayo fue el escenario perfecto para que sujetos como Hipólito Bouchard, que había nacido en la francesa Saint-Tropez, se transformaran en héroes de una historia que aún no existía. Marino y corsario, alguna vez hasta bombardeó las costas de California, cuando allí dominada el Imperio Español. Un personaje notable, audaz y también propenso a los excesos, del que se ocuparía la historia canónica transformándolo muchas veces en un héroe de bronce apto para la portada del Billiken.

Hay tipos cuyas biografías bien pueden ser obra de la más fabulosa de las ficciones. O de un buen guión cinematográfico. La de Hipólito Bouchard, francés de nacimiento, puede ser una de ellas. Como el polaco Joseph Conrad, se había ganado la confianza de todos los mares del mundo navegando en barcos pesqueros y mercantes, pero a él, justamente a él, lo degollaron en 1837, mientras regenteaba un establecimiento rural en el Perú. Es difícil otorgarle un rótulo. Prócer. Héroe por azar. Loco de atar. Para Bouchard, casi por definición, la vida estuvo signada por los caprichos oceánicos. No obstante, como si su destino se hubiese empeñado en hacer de él alguien verdaderamente extraordinario, siempre estuvo en medio de situaciones decisivas, momentos que la historia se iba a encargar de registrar. Tanto es así que sin barcos, órdenes de abordaje, brújulas o cartas de navegación, participó de la batalla de San Lorenzo a las órdenes de José de San Martín. Pero como su propia leyenda estaba comenzando a escribirse, el combate se transformó en particularmente simbólico para Bouchard. Las crónicas o los mitos cuarteleros “a esta altura ya no importa- reportan que fue él, marino en tierra firme, quien mató de un escopetazo al soldado español que portaba el estandarte. La historia canónica se ocuparía de él, transformándolo muchas veces en un héroe de bronce apto para la portada del Billiken. Otras páginas, las firmadas entre otros por Daniel Cichero, Pacho O ´Donnell y hasta Osvaldo Soriano, se sorprenden por la increíble vida de un personaje que con miserias y grandezas supo ganarse con un espacio donde entonces no había, casi, absolutamente nada. Como decía el emperador Julio Cesar, su suerte estaba echada.
Oportuno como pocos, no tuvo mejor idea que arribar al Río de la Plata en 1809, justo cuando ciertos espíritus “revoltosos” comenzaban a gestar los días de mayo que vendrían, y de los que se acaban de conmemorar 200 años. En medio de las pasiones de hombres como Mariano Moreno o Juan José Castelli– el orador de la Revolución, que ya a los 43 años estaba enfermo de cáncer-, en medio de la agitación generada por Domingo French y Antonio Berutti (agitadores revolucionarios y miembros de la Legión Infernal) en medio de las recomendaciones firmes y analíticas del abogado Manuel Belgrano, acaso haya atravesado lentamente la Plaza de la Victoria envuelta en brumas. Incluso, para no ser irrespetuosos con cierta iconografía escolar, es probable que estuviese lloviendo. Es imposible saber las causas o las razones, a pesar de que es cierto que los franceses tenían en su poder al rey de España, y Bouchard, antes que nada, era francés, pero Bouchard optó. Los ecos de La Marsellesa, por otra parte, tampoco estaban tan lejanos. Eligió ser parte de la Revolución que se asomaba casi en los confines del mundo. Aquí había un lugar para él. Sus convicciones se ocultan con el tiempo, pero su disposición fue concreta y real. Es razonable inferir que no le interesaba en absoluto adoptar el papel de Robespierre. Ese era el rol que muchos le adjudican al efímero y “jacobino” Mariano Moreno y al impresionante Plan de Operaciones (cuya autoría se le atribuye), texto prácticamente desconocido hasta fines del siglo XIX. Bouchard era un intrépido, un hombre en busca de acción. Y la encontró.
Según relata Soriano, su primer entrevero naval en los dominios del Río de la Plata no fue del todo emblemático, pese a que la historiografía oficial suele contar otra versión. Se sabe que los próceres, desde este punto de vista, deben ser inmaculados y merecer desde siempre el bronce. Lo que ciertas crónicas indican es que en medio de la batalla de San Nicolás (marzo de 1811), el amigo Bouchard era capitán del bergantín 25 de Mayo y ante el fragor del combate y los cañonazos, no tuvo mejor idea que la de arrojarse al agua y nadar hasta la costa. Soriano cita al mismísimo maltés Juan Bautista Azopardo, su superior inmediato y criollo por adopción, quien en su diario personal había escrito que se sintió “vergonzosamente abandonado”.
Pero, como en el mar, los vientos cambian, a veces rápidamente. Tratándose de un país como la Argentina, no es de extrañar que dos de los máximos nombres de la historia naval sean extranjeros. Uno es, naturalmente, el de Bouchard. El otro, inevitable, es el del almirante Guillermo Brown, irlandés de nacimiento. Ambos, con patente de corso otorgada por la Revolución para hostigar a los mercantes españoles, se lanzan a la aventura en 1815; el francés comanda las corbetas Uribe y Halcón; Brown la Hércules. Luego de una transacción poco menos que comercial, Bouchard retorna a Buenos Aires a bordo de la Consecuencia, una fragata ibérica que había sido capturada por Brown. Rebautiza la nave como La Argentina y comienza una carrera desenfrenada que lo levará a los confines más insólitos del globo: Madagascar, el Océano Indico, Java, Borneo, Mindanao, las Filipinas… Y todo con una bandera celeste y blanca en lo más alto del mástil, una bandera que nadie identifica, una bandera que representa un concepto desconocido, a un país desconocido: la bandera de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Saquea y destruye navíos españoles allí donde los reconoce, pero no puede evitar que el escorbuto diezme a su tripulación, conformada en su gran mayoría por personajes de todas partes del mundo, una especie de Babel ambulante, pero en la que sobresale un joven criollo que también escribiría su propia historia, el aspirante Tomás Espora.
Determinados destinos están fatalmente destinados a generar peripecias extraordinarias. Al navegar cerca de los atolones de las islas Sándwich advierte un barco familiar. Se trata de la corbeta Chacabuco, alguna vez al mando de Brown, que ahora pertenecía a un rey ignoto y de una tierra tan ignota como la incipiente Argentina de aquellos días: al rey de Kameha-Meha. Bouchard se empecina en recuperarla. La compra, pero no le bastó la idea de tener nuevamente la nave en su poder: logró que el rey firmara un tratado de cooperación con las Provincias Unidas, con lo que Kameha-Meha se transforma, insólitamente, en la primera nación extranjera en reconocer la existencia de una idea en ciernes, de la idea de la Argentina futura. Corría el año 1817.
Bouchard, quizá mimetizado con el horizonte infinito y eterno del océano, no tenía límites. Al menos no tenía como táctica evidenciar sus propias debilidades. ¿Cómo se entiende su idea de bombardear y atacar California, entonces en manos españolas? Acaso no se entienda, pero lo hizo con la Argentina y la Chacabuco. Frente a las costas de Monterrey, la Chacabuco es seriamente averiada, pero con la otra nave, en mejores condiciones, vuelve a la carga luego de unas horas de espera y desembarca, invade California por un rato… Y hasta iza la bandera que se iba a transformar en la bandera argentina! Tan increíbles como su hazaña fueron sus excesos: incendió casi todo lo que estaba a su paso, además de maltratar a medio mundo y asesinar y torturar a más de uno. Y después continuó con sitios que hoy tienen un especial “glamour” de serie mala de televisión como Santa Bárbara, ante la protesta de propios y extraños, españoles y estadounidenses. Bouchard atacó, además, otras plazas españolas en América Central, como Nicaragua o Guatemala, lo que tal vez explique porqué algunos países de la región tengan también una bandera celeste y blanca. El camino a la “gloria” personal no suele ser sencillo, mucho más cuando determinadas explicaciones no son las adecuadas. En lugar de recibir honores, Bouchard terminó preso en Chile, acusado, entre otras cosas, de piratería y malos tratos. Libre otra vez, se puso a disposición, nuevamente, de San Martín. Murió asesinado en Perú, con los pies sobre la tierra. Había nacido en Saint Tropez en 1783. –

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